A veces, recuerdo
aquella escena de la película “Una historia verdadera” en la que
el joven le
pregunta al viejo: ¿Qué
es lo peor de hacerse viejo?; y éste le contesta: “Acordarte de
las
estupideces que hacías
cuando eras joven”.
Al hacerse viejo los
deseos menguan, aquellos impulsos que te motivaban a comerte el mundo
se
apaciguan; los sentidos
se alejan de las cosas materiales. Y todo ello te da la oportunidad
de vivir
más libre, de
disfrutar del momento, de percibir el flujo del río, sin querer
cambiarlo.
El anciano se halla más
cerca de la muerte, la gran liberadora. Tiene menos que perder,
porque la
vida que pueden
arrebatarle es ya muy poca; y al mismo tiempo, sus pensamientos son
más lentos,
pero más certeros. He
ahí su poder. Así como el joven se vanagloria de sus músculos, el
anciano
disfruta de la
sabiduría de las múltiples frustraciones que le han llevado a
retirar su ambición de las
cosas pueriles de este
mundo, abriéndose a la posibilidad de abandonarlo, iniciando un
viaje que al
principio le angustia,
pero que sabe inevitable.
En la vejez se hallan
el cielo y el infierno. El cielo porque uno ya no tiene a quien
odiar, porque casi
todos a los que odiaba
han muerto y con los que quedan ya ni recuerda porque odiarlos, por
lo que
trata de hacer las
paces. El infierno, en cambio, lo viven quienes se aferran al pasado,
quienes son
incapaces de renunciar
a sus identificaciones egoicas, de desprenderse de los apegos vanos.
Para el que ha sabido
vivir, es la vejez un tiempo de cosecha de afectos y placeres, porque
al no
tener la distracción
de las ambiciones personales, se dispone del ejercicio de la atención
en las cosas
pequeñas y se saborean
caricias que antes nos pasaban desapercibidas: y porque al no tener
nada
que pedir, le ofreces
al otro la oportunidad de dar de corazón. Por eso, los niños que
son sabios,
buscan con alegría la
compañía de los abuelos. los abuelos.
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